LAS RAREZAS DEL ARTISTA

Por RICARDO RIVERA AYBAR*
Hablar de un artista es hablar frecuentemente
de un ser excéntrico cuyas actuaciones
a veces difieren en mucho del resto de la
gente con que a diario nos tratamos. Esto,
aunque por supuesto no constituye una regla
invariable, atañe de ordinario a todo aquel
que adopta el arte como un medio de protesta
o insatisfacción del mundo, que es precisamente
el caso de los más sobresalientes escritores,
pintores, compositores, etc. Se trata de
seres que nunca consiguen resolver una especie
de insumisión o ciega rebeldía ante una
realidad imperante. Se hallan incapacitados
para aceptar la vida como la acepta el resto
de los humanos y, de buenas a primeras, ya
en discrepancia con esa realidad, crean una
realidad propia que es contradictoria a la del
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mundo conocido. Su obra artística es un testimonio
fiel de ese desacuerdo y a la cual tratará
de imprimir su sello íntimo y particular.
Pero ocurre con harta frecuencia que el
artista, en el balance de esa compleja suma
de experiencias negativas de la realidad,
asume modalidades de comportamiento que
trasgreden normas sociales de convivencia,
infringen principios o cánones de general
aceptación o simplemente manifiestan
extravagancias, manías o rarezas que, como
en el caso por ejemplo de un Balzac, han dado
materia para llenar todo un libro entero de
anécdotas tan curiosas como patéticas. Balzac
vivía tan inmerso en las constelaciones de su
firmamento imaginario, que para este autor
no era nada extraño comentar sobre la vida
de sus personajes como si se tratara de seres
reales que convivieran con él. Este estado de
alucinación tan intenso no se distinguía de la
locura acaso más que por los lúcidos intervalos
que se aposentaban en el alma y la mente
del novelista, por influjo aparente de ciertas
leyes que gobiernan el mundo exterior. Dotado
como nadie para un trabajo enajenado y
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vehemente, su irrefrenable sensualismo sólo
podía renunciar a las demás pasiones –a las
que no podía tener acceso debido a sus ahogos
pecuniarios– compensándolas con esta pasión
única del oficio. Este bárbaro, autor de 94 novelas,
se acostaba todas las noches a las ocho
agotado de fatiga, dormía unas cuatro horas y
hacía que lo despertaran a medianoche para
vivir nuevas horas de éxtasis febril, dedicado
a su trabajo, reavivando sus sentidos con repetidas
tazas de café amargo, ¡y así trabajaba
diez, doce y hasta dieciocho horas continuas.
Uno de los casos que más conmueven y
despiertan compasión es el de Vicente Van
Gogh, pintor holandés de gran intensidad y
sin embargo menospreciado por sus coetáneos.
Este artista genial, cuyas obras hoy día
se valoran en millones de dólares, se vio
apremiado por sus graves problemas de índole
económica a tener como amante a una
prostituta quien, a más de mantenerlo, le
contagió una sífilis infamante que lo llevó al
borde de la locura. En cierta ocasión, viéndose
abatido por circunstancias particularmente
azarosas, y en un paroxismo de indecible an4
gustia, se cercenó una oreja, presumiblemente
como una forma desesperada de demostrar
todo el enorme encono y el disgusto acumulados
contra su propia vida, a la que puso fin él
mismo todavía en plena juventud.
Finalmente, y tratando de incluir en este
trabajo (breve por necesidad) otra
manifestación del arte que es la música,
digamos que no menos curioso es el caso de
uno de los más exquisitos compositores que
ha conocido el arte musical de todos los
tiempos: Federico Chopin. Este célebre
compositor y pianista polaco, cuyo recuerdo
está rodeado de una maravillosa aureola
romántica, era desde la adolescencia de un
espíritu soñador. Rodeado siempre de niñas
atrayentes que lo miraban con ánimo
seductor, jamás mostró él el más mínimo
interés hacia ellas, abstraído como estaba
siempre en su música, y dueño además de
una muy débil constitución física. Tísico,
afligido por una hipersensibilidad llevada al
extremo, tímido, indeciso hasta para resolver
el asunto más insignificante, solitario y poco
comunicativo, era precisamente la antítesis
de Jorge Sand, novelista francesa turbulenta
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turbulenta y extravagante, de espíritu nada
etéreo, anhelante de emociones nuevas y
fuertes, de una naturaleza apasionada y deseosa
siempre de penetrantes e intensas experiencias
amatorias. Sin embargo, quiso el
destino que se sintieran atraídos y se acoplaran
ambos en una estrecha amistad que pronto
devino en algo más íntimo. No siendo Chopin
de un temperamento sensual, es de suponer
que vio en Jorge Sand a una especie de
compensación a su naturaleza endeble y afeminada.
Tan apático e inapetente se mostró
Chopin en las cuestiones de amor, que no pareció
corresponder suficientemente a los furores
y a la volcánica pasión de esta inigualable
mujer, según lo atestigua la siguiente carta
de ella dirigida a un amigo de entonces:
“...y quiero confesarle que la única cosa
que me ha desagradado en él han sido las malas
razones que invoca a cada momento para
no responder del todo a mi pasión. Yo encontraba
hermoso que se abstuviese por respeto
a mí, por timidez y aun por fidelidad hacia
otra. Pero dos o tres expresiones de él me
desengañaron. Al estilo de los devotos, parece
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despreciar las “groserías humanas” y avergonzarse
de las tentaciones y temer “ensuciar”
nuestro amor con un paso más... Ese
modo de considerar el último transporte del
amor siempre me ha desconcertado y, por supuesto,
disgustado.”
A pesar de las débiles resistencias de
Chopin, lo que tenía que ocurrir finalmente
ocurrió, pues con gran apremio necesitaba la
doliente alma del compositor de un corazón
viril sobre el cual descansar, corazón y espíritu
que estaba él muy lejos de poseer.
*Obra del autor en e-libro.net:
El reino de Mandinga (novela social)